viernes, febrero 02, 2007

Western





El tirador (1976) es una película de Don Siegel, que trata de un pistolero famoso que alquila una pieza un pueblo para dejarse morir; tiene cáncer. Quien interpreta el papel también tenía cáncer en ese momento, John Wayne. Su médico amigo quien le da una segunda opinión sobre el diagnóstico fatal es James Stewart, otro viejo actor con quien trabajó en Un tiro en la noche (1962), un western sobre el ocaso del género, del mismo cine clásico y el cambio histórico del Salvaje Oeste a la América moderna, del arreglo de pleitos mano a mano a la idea una una justicia institucionalizada. Justamente, El tirador es otro film sobre el final de una época. Wayne, el pistolero, también está en decadencia y Stewart es el profesional, el estudioso, la voz de la razón. Homenaje tardío a un género ya perdido en los años '70, un homenaje a dos grandes actores y un homenaje a la gran película de John Ford. Pero acá todo es más duro y físico, como en buena parte del cine de Siegel. Wayne se estaba muriendo en serio y la sangre salta bien roja. Luego del duelo final Wayne muere por un tiro por la espalda de parte del barman. El chico de la casa en la que vivía (un joven Ron Howard) toma la pistola, mata al barman y la arroja bien lejos. Su admiración hacia Wayne queda en eso, admiración de un personaje de ficción. La modernidad impone otra formas de resolver las cuestiones. Pero El tirador es más cruel. A diferencia de la pudorosa racionalidad en la película de Ford, en la cual la presencia de la justicia organizada era mucho más fuerte, aquí la modernidad es más superficial. Se ven automóviles, teléfonos, se proyecta la instalación del tranvía eléctrico, pero no parece haber un cambio más profundo. Los civilizados se comportan como idiotas frente al pistolero en decadencia, se burlan de él porque ya no los va a molestar y lo quieren conocer solamente para hacerle prensa al pueblo. La ley no escrita del Lejano Oeste desapareció y fue reemplazada por una en los papeles, pero ciertas formas de venganza aún más vergonzantes, como las risas del Marshall, subsisten. Residuos de la barbarie en la modernidad. Siegel homenajea a Ford y reescribe el último western, saca la cámara en mano, va al reverso y pone en foco a un Wayne más cercano, en el final de su vida, en el final tardío de un género, también despreciado por los que lo trataban de fascista, los que no podían ver el gran artista que era, y los que venían embolsando todo el cine clásico como si fuera una misma masa informe frente a las nuevas corrientes.

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