viernes, agosto 17, 2007

Siempre hay un mañana (1956)


Los melodramas no solamente son buenos para llorar, también ofrecen la posibilidad de entender y/o compartir los tironeos del alma. ¡Y, Oh, Douglas Sirk, Gran Dios de este género, gracias por tus dones!
En Siempre hay un mañana, pequeña gran obra maestra un tanto opacada por otras mayores, Fred MacMurray hace un inmaduro que se armó una vida y una familia para disimularlo. Barbara Stanwyck (la grandiosa Barbara, con sus repentinos ataques de furia) es una mujer que se hizo sola y hoy maneja su propia empresa de diseño de ropa. McMurray, como no podía ser de otra manera, tiene una fábrica de juguetes. El reencuentro con ella luego de 20 años de distancia lo regresa al pasado, cuando ambos eran íntimos amigos y trabajaban juntos. Él siempre la amó pero nunca pasó nada. Encima, la familia de MacMurray no le presta la menor atención. Y esto es porque todo es de juguete. Sirk siempre le dio un valor dramático a los interiores para expresar los sentimientos de sus protagonistas. Me animo a decir que en este caso son presentados de una manera mucho más objetiva, pero desde las pautas del propio MacMurray. Su hogar es una casa de muñecas, que ya desde la segunda escena es recorrida ambiente por ambiente por una cámara más movediza que de costumbre. Elegantes movimientos acompañan al padre de familia desde la puerta de entrada, su intento por ir al teatro con alguien esa noche, y su final en la misma puerta, ahora solo. Lo que vemos es lo que él se ha fabricado, su propia alucinación, y a Sirk no le hacen falta mayores metáforas para expresar el choque de este mundo con el real. Stanwick es el mundo real, pero no podrá rescatarlo no tanto por no destruir una familia, que a él no le aporta mayores satisfacciones, sino porque no puede aceptar un romance con un niño. A veces, las presiones son tantas que se confunden supuestos progresos personales con un osito de peluche, y se llega a la creencia de haber tocado la madurez mientras que sólo queremos seguir divirtiéndonos. Pasa en las mejores familias.
Definitivamente, Sirk entra en mi lista de directores favoritos de por vida. Si bien hablamos de llorar, probablemente no derramemos lágrimas con sus melodramas, tal vez en su época si. A veces se produce el efecto contrario, una gran sonrisa interna por reconocer situaciones magníficamente montadas, emocionantes, y por respuestas, aunque sean parciales, para aliviar pequeños horrores cotidianos.

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